Por Lic. Carlos R. Sánchez*
La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia en su Sentencia 61-2009 abre el debate respecto a la forma en que debe ejercerse el sufragio. Posteriormente se reafirma y amplían las posibilidades en la sentencias de inconstitucionalidad 6-2011 y 57-2011. En términos amplios, dichas resoluciones impulsan tres cambios significativos en el sistema electoral: anulación del sistema de lista cerrada y bloqueada, en el que el único mecanismo de elección es el orden de la lista predeterminado por el partido político; eliminación de la posibilidad de presentación de listas parciales en cada circunscripción, que limitaba la posibilidad de elección; y voto por personas y por ende, por más de un candidato de una misma lista, potenciando la libertad de configurar la prelación por parte del ciudadano.
Los antecedentes mencionados inexorablemente conducen a una reforma del sistema tal y como lo conocemos hasta ahora. Pero una reforma por sí misma no representa un avance si no se toman en cuentas todos los factores asociados al cambio que se pretende implementar.
Evidentemente el papel de la Sala de lo Constitucional, como legislador negativo, es meramente declarativo, en el sentido de señalar las directrices sobre las que debe marchar la implementación del nuevo sistema. Son los entes que legislan y ejecutan los que tienen en sus manos la puesta en marcha de los mecanismos que procuren una votación acorde a los principios y guías establecidos.
En este punto es necesario tener en cuenta que aunque lo ideal es tener un sistema electoral donde se potencie al máximo la libertad de elección en abstracto –como podría ser un sistema de listas abiertas en que el elector pudiera mostrar preferencias entre distintas listas por igual o incluso combinar candidatos no partidarios con partidarios– no debe dejarse de lado la situación educativa y social de gran parte de la población.
Y es que existe un “trade off” entre la ampliación de la libertad de elección, y la facilidad en el manejo del sistema por parte de los ciudadanos y los costos para las instituciones. Cualquier mecanismo que pretenda llevar a su máxima expresión la libertad de elección resulta inevitablemente complejo y costoso.
En un país con altos niveles educativos, acceso casi total a medios de comunicación tradicionales y no tradicionales, e instituciones con muchos recursos a su disposición, una reforma de la envergadura cercana a la ideal es posible; pero en El Salvador, parecería que la gradualidad hubiera sido el mejor camino a la implementación de nuevos mecanismos de elección. Según el Índice de Desarrollo Humano 2011, el promedio de escolaridad de la población salvadoreña es de 7.5 años; esto aunado a las conocidas asimetrías existentes en torno al acceso a la educación en todos sus niveles puede dar una idea de cómo se encuentra nuestra población en este tema.
Si bien cualquier intento por evadir el cumplimiento de las resoluciones de la Sala de lo Constitucional constituiría un daño a la institucionalidad, también lo sería la creación de un sistema que ignore la realidad salvadoreña. Lo más importante para el diseño debe ser encontrar el equilibrio que permita cumplir con los postulados constitucionales enunciados por la sala, pero teniendo en cuenta las consideraciones propias de nuestra población y nuestras instituciones. El remedio no puede ser peor que la enfermedad.
* Miembro de ADESA. Publicado en La Prensa Gráfica, edición 20 de noviembre de 2011.
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